viernes, 1 de enero de 2010

Introducción







Vine a Tel Aviv para acompañar a mi pareja en el nacimiento de nuestra hija en el año 2005. Vivimos en el barrio de Hadar Yosef, en una casa esquina. Las manzanas en este barrio son redondas, con pasajes que convergen en un parque central, donde los vecinos pasean con sus hijos o perros y recogen las heces que reparten por el parque en bolsitas plásticas, los niños corren y juegan, se hacen asados, fiestas de cumpleaños. Algunos practican yoga o Tai-chi entre otras bellas manifestaciones de la convivencia. Los padres y madres pasean a sus criaturas en bicicleta o coche y se reúnen en el patio de juegos para conversar, jugar y compartir cositas para comer. Nuestro vecindario es un apacible lugar donde vivir, nadie roba, los subcontratistas municipales vienen y lo limpian de vez en cuando y mantienen los jardines que lo decoran, nuestros vecinos son buenas personas o eso parece. Todo aquí es un poco idílico y contrasta mucho con la realidad de nuestro amado sur del mundo.


Un día desde el patio de nuestra casa vi pasar a un hombre que llevaba una cuerda y muchos niños agarrados a ella le seguían cantando. Me llamó la atención. Con el tiempo descubrí que su nombre era Hai (Jai), y que era el encargado del jardín antroposófico ubicado muy cerca de nuestro hogar. Comencé a seguirlos y a unirme en silencio a su caravana cada vez que los veía pasar, con mi hija Ana Maya amarrada a mí o dando sus primeros pasitos, ya después jugando en el resbalín y columpios del patio de juegos del parque.


Han pasado más de cuatro años desde entonces. Nos fuimos a vivir a Chile por dos años y regresamos. Volví a verlo pasar llevando la cuerda, los niños y dos mujeres que le ayudaban. Le comenté a mi mujer (nos es mía, es un decir) de que deseaba trabajar con aquel tipo y que un día de estos iría a pedirle trabajo.


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CopyLeft 2010 Ultra Salvaje Diario de un jardinero